Estando Pablo Milanov sobre
el suelo de su casa, con mirada apagada, perdida la pasión, escondido entre
unas lagrimas viejas y casi secas que escurrían del corazón.
A veces se paraba del suelo
sin perder de vista la puerta, con esa ansiedad y ese ahínco de quien espera la
felicidad, de quien espera la oportunidad, él solo pensaba en saltar hacia esa
felicidad y besarle hasta la misma existencia, hasta el alma y más allá.
Pablo Milanov iba por algo de
agua, comía un poco y de nuevo a la puerta, entrecruzando sus patas, recostándose
entre ellas, lamiéndolas, consintiéndose y a la espera infinita de que llegara
la felicidad.
La felicidad era más alta que
él, pero olía delicioso, esa felicidad tenia aroma único, además la felicidad traía
más felicidad, él solo esperaba sentir su presencia, sentir su aroma, para
poder cantar de felicidad, para poder babear de emoción.
Y con que emoción declamaba,
diciendo a la llegada:
Cantaría
de felicidad, cantaría ante la propia ingenuidad
Cantaría
perdido en la soledad por aquellos a los que llamo felicidad
Correría
y saltaría mil veces por el creciente tambor de mi corazón al verlos
Solo
esperaría una eternidad por poderlo de nuevo acompañar.
Yo entendía a Pablo, alguna
vez lo escuche decirme:
A veces les dejo mensajes con
mis dientes en algunas partes mi casa, aunque ellos prefieren que yo mantenga
en mi zona de descanso, en mi zona de confort, donde puedo protegerlos de
cualquier situación.
Lo que nunca supo Pablo Milanov
es que el verdadero dueño de la casa era yo el audaz y ágil, Galini Pasteur, yo
no era solo un gato, yo soy un ¡Dios!, solo que prefería seguir jugando a
compadecer a Pablo y a mis sirvientes humanos a los que él llamaba, su “FELICIDAD”.
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